Antonio Rubio «Lo Peta» en el Overload Run – Farmyard Jam 48h Ultra.
Nuevo éxito de nuestro deportista emeritense Antonio Rubio que él mismo nos cuenta en su crónica.
Sábado 23 de agosto. Por fin llegó el día que había esperado durante meses. Ocho semanas después del Mundial de 24 horas, tocaba comprobar si la recuperación había sido real, si había conseguido mejorar mi forma y podía pelear por los puestos más altos. Ese era el reto del año: ver hasta dónde era capaz de llegar.
La estructura de la prueba, Backyard, brutal en su sencillez: una hora para completar una vuelta de 4,5 km con 12 obstáculos. Si llegabas antes, descansabas; si no, quedabas eliminado. Y vuelta a empezar. Una y otra vez hasta que solo quedara uno. En teoría fácil; en la práctica, una máquina implacable que desgasta cuerpo y cabeza.
Salimos con respeto. En una carrera así, pasarse de rosca te lo cobra la noche. Conocía a algunos rivales de haber coincidido en el Mundial; aunque algunos de ellos habían quedado por delante en Nottingham, mi plan era claro: colocarme al frente y marcar mi ritmo. La primera vuelta fue el test que había planeado: trazadas, zonas de barro, dónde apretar, dónde andar, cómo afrontar el tramo final de obstáculos. Había que recoger datos para ajustar el plan entre vueltas. Entré segundo en la general —el primero corría por equipos, no era rival directo— y pasé por meta en 34 minutos, bastante mejor de lo que había calculado.
Ese descanso entre vueltas fue oro: comí lo que tocaba según la estrategia nutricional, revisé sensaciones y ajusté ritmos. La segunda vuelta salió aún mejor: 31 minutos, la más rápida de la tarde y la confirmación de que el “test” había funcionado. De la vuelta 3 a la 11 mi ritmo se estabilizó: alrededor de 35 minutos, un minuto arriba o abajo. El cuerpo “fluía” por el circuito; las piernas pedían movimiento, la cabeza se entretenía en observaciones tácticas: cuánto tardaban mis rivales en los obstáculos, qué comían, cómo afrontaban los últimos metros de cada vuelta. Toda esa información es combustible cuando la noche se hace larga.
Las horas pasaron y los rivales fueron cayendo. Mi estrategia era mantenerme por debajo de 45 minutos hasta las 20 horas de carrera, para tener margen cuando las piernas empezaran a pesar de verdad. Funcionó casi perfecto. Aparecieron molestias —isquios y gemelos—, especialmente después de una aparatosa caída en las primeras horas de la noche: un mal paso, una piedra, rodar colina abajo unos metros. Menos mal que Jorge, mi fisio, estaba ahí en cada descanso para aligerar las patas, algo de vibración y a seguir. Las molestias andaban latentes, pero no eran limitantes, más bien recordatorios de que esto no es un paseo.
La noche fue su propia carrera: bajar de temperatura, gestionar el frío, recomponer el calor cada vez que salías mojado. Empecé a vestirme por capas: una camiseta para entrar en calor que me quitaba antes de salir, manguitos, cortavientos… hasta que inventamos colocar la silla dentro de la tienda para intentar no perder temperatura en el descanso. El barro pegado a la piel, cuando se seca, es un enemigo inesperado; a mí me acabó provocando quemaduras en la parte posterior de las rodillas. También atravesar un cenagalas de barro y aguas heladas, en el que nos sumergíamos hasta la cadera, deja una factura que no se ve en los cronos.
Amaneció. Eran las 7 de la mañana y estábamos a punto de encarar la vuelta 23. Ahí vino un gesto que me dejó sin palabras: el único rival que quedaba se acercó, me extendió la mano y me dijo que se retiraba. “No tiene sentido seguir —me confesó—. Estoy entrando en 55’ y tú en 45’. Has dominado la carrera desde el principio; ya no voy a poder seguir el ritmo. Enhorabuena.” Fue una mezcla de sorpresa, respeto y emoción. No era un escenario que hubiera visualizado: la derrota que esperaba era mía o de los otros, no de un abandono voluntario con esa clase de reconocimiento.
Le di la mano, lo abracé. Fue un momento de humildad y deportividad que jamás olvidaré. Hablamos un instante, el organizador apareció y me dijo lo protocolario: debía completar una vuelta más dentro de tiempo para ser oficialmente campeón. Salí a la vuelta 23 sabiendo que, en el fondo, esto estaba decidido. Sentí una especie de alivio y también una emoción profunda. Creo que se me escapó alguna lágrima. Aun así intenté mantener el ritmo queme habia dado la victoria e hice esa vuelta en 41 minutos.
Durante la vuelta 23, mi vuelta en solitario, sucedió algo todavía más inesperado: David, uno de mis supporters, se acercó y me dijo algo que no esperaba: el equipo que había ganado por relevos había pedido dar una vuelta conmigo. ¿Cómo negarse? Para mí era un orgullo que otros deportistas quisieran compartir ese final. Al llegar a meta siendo campeón, el organizador me repitió la propuesta de la vuelta conjunta. Acepté, y le dije que me diera 10 minutos antes de salir, que no necesitaba los 19 que me quedaban, salimos y completamos la última vuelta en 42 minutos, hablando, riendo, ya fuera del chip competitivo.
Entrar en meta fue un tsunami de sensaciones: abrazos, felicitaciones, fotos, ese ruido que solo entiende quien ha sudado horas para llegar ahí. Campeón. Victoria absoluta en la Overload Run Farmyard Jam 48H. Primer español en lograrlo en este formato. Orgullo, alivio, gratitud. Pero también la pregunta que vino automática: ¿Y ahora qué?
La respuesta no es inmediata. El deporte te deja siempre con esa mezcla: la satisfacción del logro y la exigencia de pensar en lo que sigue. Para mí, Vestial no era solo sumar un título; era intentar buscar mi límite. Terminé con sensaciones encontradas: estaba contento por el resultado, pero se me quedó la espina de no poder seguir y ver si mi limite estaba en 30h o estaba más allá. Así es que tocará seguir buscándolo.
Tengo que agradecer a mi equipo su presencia allí, David, Jorge y Juan Carlos. A mi nutricionista Fran por guiarme a la hora de meter la gasolina. A los rivales con los que compartí barro y horas. Y a mi familia, mi mujer y mi hijo, que aunque estaban lejos siempre me acompañan gracias a un dibujo en mi piel.